.– “Mi abuelo, Esteve Riera i GuaI, fundó el negocio. Era pàyés de Sant Antoni de Vilamajor y se hacía el pan en su mas de can Riera. Pese a que era el ‘hereu’, un buen día le dijo a su padre que ya había aprendido un oficio y que prefería irse a Barcelona. Le pidió la parte de la herencia que le correspondía y llegó a la capital en 1887. Contaba 20 años y estaba casado con Maria Arqué i Planas, también hija de Vilamajor. Compró la panadería que había en la calle dels Tallers, junto a la Rambla. Pronto comenzó a hacer también bollería, con aquellos típicos . camisants y ensaimadas, aunque no dejó de hacer pan, que era lo suyo. El negocio fue rápidamente a más y tuvo la oportunidad de trasladarse a la Rambla, en la que pronto sería la famosa confitería Esteve Riera.”
(Quien esto evoca es Esteve Riera i Toyos, nieto del fundador de la confitería famosa. Cuando fue inaugurada estaba en el número 131 de la Rambla de Canaletes, donde hoy encontramos la Sastrería Modelo, es decir frente a aquel popular quiosco de bebidas. En 1917 amplió el negocio y ocupó también el número 129, donde hoy hay un joyero. La decoración le fue encargada al acreditado Jaume Llongueras, quien diseñó un mobiliario inspirado en el estilo Renacimiento catalán. Encargó a Xavier Nogués, a Aragay y a Humbert que ornamentaran unos platos y jarrones de cerámica Nogués realizó además un gran plafón, también cerámico, que evocaba las distintas fases de la elaboración del pan. El conjunto era magnífico, tanto que fue distinguido en 1920 con el premio que cada año otorgaba el Ayuntamiento para distinguir al mejor establecimiento comercial. Cuando sobrevino el cierre, Astur Riera trasladó las piezas más importantes de esta decoración al monasterio de Sant Benet de Unges, del que era copropietario).
“El abuelo estaba en el obrador y la abuela en la tienda: atendía a la clientela y también llevaba la caja. Instalaron la vivienda en uno de los pisos del n° 131, Tuvieron varios hijos seguidos: Josep —mi padre—, Rosa y Artur. Se tomaron un respiro, para trabajar con más ahínco, y al cabo de unos años tuvieron los demás hijos: Albert, Maria y Montserrat.”
(Esteve Riera. Confiter i Pastisser. Pa de luxe’: así te anunciaba aquella tienda que no tardó en acreditarse, y no sólo porque entonces la competencia únicamente se redujera al Forn de Sant Jaume y a Llibre y Serra. Y es que en verdad se acreditó sobre todo gracias a la calidad de lo que era la producción típica catalana de la época: el tortell, el bras de gitano y, por supuesto, los dulces. Comenzó entonces a imponerse la moda de los pasteles especiales para celebrar las diades’. El SantJordi, las cocas de las verbenas, las monas por Pascua.)
“Mi padre permaneció en la tienda como peón de confianza y nunca se movió de Barcelona. Dado que el abuelo era renovador e inquieto, mandó a otro hijo, Arturo, a París para que aprendiera confitería. A su vuelta introdujo la nata montada, las lionesas. Arturo fue después a Viena en donde le enseñaron a hacer el pan. Al volver se percató de que era absolutamente necesario mecanizar la fabricación del panecillo. Y el abuelo, abierto. innovador y valiente que había ganado mucho dinero, tomó aquella decisión. Las máquinas de hacer panecillos fueron encargadas a la casa Krupp y a una industria austríaca. Eran las mejores y más avanzadas de Europa. Llegaron a tiempo para ser puestas en servicio en uno de los palacios de la Exposición Internacional de 1929. Hubo una expectación formidable. Mi padre decía que llegaron a fabricar hasta cincuenta mil panecillos diarios. No tenían competencia posible. También introdujeron el pan inglés. Después fundaron, hacia 1915, en la calle de Montsió esquina Avenida del Portal de l’Angel, otra Confitería Esteve Riera. Estaba al frente Antoni Miret, que dibujó la marca de la casa: un confitero tocado con el gorro tradicional y al fondo un paisaje, un conjunto netamente noucentista. Fue siempre mal y se cerró poco antes de la Guerra Civil.
El abuelo había comprado antes de morir el terreno de la calle de Mallorca.”
(Estaba situado en el número 307-309, entre Bruc y Girona. Lo construyeron entre Josep Riera i Arqué y su hermano Arturo en 1923. Al terminar la Exposición instalaron allí la maquinaria —en la parte de atrás; en la delantera, la concha y el frigorífico para hacer bombones—, entre otras razones porque en la tienda de la Rambla no cabía. Podía fabricar unos doce mil panecillos por hora. La decoración de aquella confitería también corrió a cargo de Llongueras, quien encargó a Xavier Nogués y a su esposa Teresa Lostau un plafón cerámico. En el establecimiento de Mallorca realizaron por primera vez en España productos dietéticos. Un toque que confirma el estilo incomparable de la casa lo tenemos en las cajas de bombones, cuya decoración fue encomendada a pintores de la categoría de Olga Sacharoff y will Faber.)
“Mi tío Albert estuvo tres años en Viena para aprender la fabricación del chocolate, cuya elaboración también se hizo a partir de entonces en nuestro obrador, en el que trabajaban especialistas de varíos países de Europa. En aquel entonces no era frecuente que fueran al extranjero a aprender el oficio; la prueba estaba en que algunos confiteros de fama se hicieron en casa. Mi padre también iba a París a comprar objetos de regalo, que entonces se vendían junto con los bombones. Mi padre estuvo al frente de la tienda de las Rambles; los tíos Artur y Albert, en la de Mallorca, en donde también estaba el despacho que controlaba la contabilidad de todos los establecimientos, que fue con fiada a Antoni Miret. Llegamos a tener hasta 80 empleados. Al inaugurarse el Poble Espanyol fundaron otra tienda, que dejamos poco después de la Guerra Civil. Aún sigue abierta y conserva su la misma decoración. Durante la Guerra Civil nuestras tiendas permanecieron abiertas, pero las primeras materias, servidas de cupo, eran poco menos que incomestibles. Mi padre siguió al frente y los obreros le respetaron. Sólo nos fue requisada toda la maquinaria: la fundieron para hacer cañones. En adelante, todos los panecillos se hicieron a mano. Durante la posguerra nuestras confiterías conocieron un gran auge comercial. Yo me incorporé al terminar la guerra. Tenía 17 años. Entré en la tienda de la Rambla. Creo que habría sido mejor aprender el oficio en otro obrador. Lamento que mi padre no me dejara ir al extranjero ni tampoco introducir innovaciones. A medida que subían los costes, otros confiteros preferían mermar la calidad antes que aumentar los precios y vendían igual, lo que contribuyó a un deterioro alarmante. La Nestlé comenzó con su bombonería mecánica hacia el año 46 o 47, y la gente la prefirió porque sus bombones eran lógicamente más baratos que los nuestros, hechos a mano”.
“Quizá esté mal que yo lo diga, pero panecillos de Viena y croisants como los nuestros no los he vuelto a comer jamás. El brazo de gitano, que venía de Francia con nombre y todo, fue introducido por nosotros; los típicos eran de nata o de crema. También dimos a conocer el hojaldre, de procedencia francesa, y la histórica Sacher torte, creada para conmemorar el Congreso de Viena. Creamos el pastel de Sant Jordi, que no tenía nada que ver con el de ahora: un piso era de galleta y otro de mantequilla con chocolate en polvo; encima había caramelo y con un rodillo se hacían unos cuadrados. El 23 de abril se ponía la figura de Sant Jordi y una rosa hecha de mazapán. Jornadas fuertes eran las de las fiestas de Navidad, por los turrones. El Eixample nos varió la clientela de la Rambla. Todo lo que era confitería salía dé la Rambla y lo repartíamos en camionetas. En 1958 cerramos la confitería de la Rambla; en 1960, la de la calle de Mallorca.”
(Los panecillos de Viena no tienen nada que ver con los que impuso Esteve Riera. La fórmula es simple; basta quererlo trabajar, sentencia.)
‘Hoy ya no es cuestión de primeras materias. Es cierto que hacíamos venir de Ucrania el trigo de fuerza, y el blanco, de Canadá, pero hoy se encuentra toda la harina de fuerza buena que se quiera como, en Aragon, la Cinco Villas. Lo primordial es la elaboración. Un panecillo de Viena se compone de huevo, harina buena de fuerza y blanca, mantequilla, un poco de azúcar y lo demás no es ningún secreto: leche y trabajar bien la pasta. Pero escatiman para que les salga más barato y ponen harina de mandioca sin mesura, cuando la de trigo ya no es una materia prima de las más caras. Saldría más caro, pero lo bueno hay que pagarlo. Temen perder la clientela si aumentan el precio aunque la calidad sea mejor.”
(Con los croisants pasa lo mismo.)
“Los croisants los hacíamos por la tarde para ser consumidos a la mañana siguiente. Los poníamos, en bandejas y cubiertos de hilo, en lo que llamábamos la estufa: detrás de los hornos de leña, a una temperatura regular de 20 a 22 grados, lo que hacía subir la masa, Al entrar a primera hora de la maisana, bastaba encender el horno y meterlos. Ahora los hacen sólo dos días a la semana y los congelan.”
(Creo que aquel tiempo no volverá jamás. Tiempo perdido, del que no cabe otra recuperación possible que la crónica.)
Lluís Permanyer
La Vanguardia 13 de setembre de 1987